“Lo que solemos llamar desesperación, es solo nuestra dolorosa hambre de esperanza.” (George Eliot)
Mi boca lleva de bandera el sabor de la tuya desde el día en el que el calor del asfalto, en pleno agosto, no llegaba al que sentíamos al rozarnos. La ansiedad termina cediendo espacio a la estabilidad, y dudas si realmente está bien; acomodarse en el infierno termina por calcinarte. Sabes que el fin existe y que está en tu mano abrazarlo o apartarlo lejos, atarlo y silenciarlo con cinta americana. Eliges lo segundo; la estabilidad del infierno.
Llena de llagas susurras que soplando muy fuerte lograrás enfriarlo,
Aquel infierno antes fue océano
que aquel infierno antes fue océano y ya no puedes renunciar a él. Eres fuerte y aún sabiendo la toxicidad del fuego persistes en entrar en calor antes de nadar en aquella inmensidad que a tantas marineras se ha tragado.
Te pensaste hidra de Lerna y terminaste como un animal agachando la cabeza por cariño. Soportando lo insoportable. La angustia terminó por conquistarte y lo que más te torturaba era pensar en que tu madre se culparía por aquella libertad concedida si conociese el ardor de aquel mar.
Más tarde, la cara húmeda del mal mojaría mis labios con lágrimas, arrepentido por las quemaduras. Quemaduras que repetiría de nuevo con más intensidad, con brasas en la lengua, apuntándome a la retina y al tímpano.
No pides ayuda, porque piensas que los puedes arreglar
No puedes pedir ayuda porque eso sería zanjar algo que tú crees que puede arreglarse, pero arreglar cristal roto con saliva nunca ha dado resultado. No puedes pedir ayuda porque tienes fe en que puedes impulsarte sola para salir de todo esto, pero después del empuje nunca llegas a la superficie y cada vez estás más cansada. No pides ayuda porque crees que es debilidad, es decepción y sobretodo, profunda tristeza para aquellos a quienes adoras. No pides ayuda porque ya es tarde.
No pides ayuda porque ya es tarde
Texto escrito por:
Marta González